OPINION PERSONAL
Por: Félix Socorro*
Una empresa que se precie de moderna, actual, emprendedora, competitiva, e incluso de tradición, no puede concebirse a sí misma sin una visión que la oriente hacia el destino que ella misma se ha propuesto.
Esa visión, ese sueño, lo es todo y lo representa todo. La misión depende de ella, las políticas, normas, reglas, las estrategias y tácticas, objetivos y metas, orbitan a la visión con el firme propósito de hacerla real, concreta e impactante.
Sin la visión la empresa no tendría un “plan de vuelo”, un destino adonde llegar, o al menos donde verse “aterrizando” con tino y seguridad. No habría un “hacia dónde” ni un “para qué”, solo habría incertidumbre, azar, anarquía y desorden. La visión es el fin y a la vez es el principio. Sin ella no se puede comenzar la empresa y difícilmente se puede terminar creando un legado. Pero, ¿es vital únicamente para la empresa?
Pensar que solo las empresas requieren de una visión es utópico. Todos y todo requiere de un punto, un destino, una cúspide que alcanzar. Un sueño... o muchos.
Es tradicional e incluso exigible que los empleados al iniciar sus labores en la empresa sepan cuál es la visión de ella, hacia dónde se dirige, lo que espera ser y lograr; incluso se pretende que no solo conozcan la misión, sino que la adopten como propia y se comprometan a hacerla posible durante su permanencia en la organización, pues se entiende que el esfuerzo conjunto y coordinado será crucial para el alcance de ese importante sueño, y eso está bien.
Lo que no está bien es que la empresa, entendida desde el concepto tradicional, se preocupe más por hacer que sus empleados o colaboradores conozcan su sueño que por conocer los que, de manera individual, cada uno de ellos tiene y desea cumplir.
Es cierto, las empresas no han sido concebidas para que las personas, haciendo uso de ellas, materialicen sus sueños. Su sentido mercantil y capitalista está dispuesto a generar productos y servicios que a la vez, en algunos casos, agregarán valor a la sociedad y ganancias a sus accionistas y propietarios. No hay duda de ello, así debe ser.
No obstante las empresas son un vehículo, un dispositivo, un instrumento que coadyuva al logro de los sueños individuales de sus empleados o colaboradores, pues de lo contrario no se estaría hablando de una empresa en el sentido moderno del concepto, sino de una especie de esclavitud contemporánea donde el empleado, o en ese caso el neo-esclavo, solo debe cumplir con su tarea y nada más.
Los sueños de los empleados son tanto o más importantes que los de la empresa misma.
Si se ha entendido ya el concepto de la coestima, queda claro que los sueños son el combustible que hace posible que los motivos y propósitos de los individuos se conjuguen y engranen para darle concreción a la expectativa colectiva sin menoscabo de su propia expectativa.
Si los empleados no ven posibilidades de lograr sus sueños dentro de una organización, permanecerán en ella hasta que aparezca un sustituto, en el mejor de los casos, que le provea de esa posibilidad, haciendo uso –conciente o no– de la “teoría del saltamontes” y demostrando que se es fiel a algo o a alguien mientras no aparezca un sustituto que ofrezca similares condiciones con menos esfuerzo y mayores comodidades.
Así como se habla de las competencias de los individuos, su conocimiento y su experticia como parte del valor intangible de la empresa –del capital humano–, los sueños deben ser vistos como un elemento indispensable para mantener viva a la empresa, pues de ellos, de todos los sueños que poseen quienes la conforman, está constituida el alma de la empresa.
Uno de los errores que se ha arrastrado desde la revolución industrial y hasta el presente, es que se ha direccionado la idea de la visión como “alma” de la empresa únicamente a su creador o ideólogo, endiosando la figura de éste como el visionario capaz de ver lo que nadie observó y que hizo posible la empresa exitosa y pujante que ahora se ostenta; cuando en realidad tal acción, si bien importante y significativa, no hubiese tenido lugar sin un importante número de personas que apostaron a ella y observaron la posibilidad de cumplir sus sueños materializando el sueño de otro.
No son las ideas, ni los conceptos, ni las normas, ni la supervisión, ni siquiera la comunicación que se ofrezca a las empresas lo que las hace lo que son. Negarlo es negar lo obvio. Son los sueños, su conexión, su intercambio y la posibilidad de concretarlos, lo que construye los verdaderos emporios.
Las personas trabajan en las organizaciones porque en ellas encuentran elementos que sustentan sus necesidades básicas, sociales y económicas. Sí, muy cierto, pero sobre todo se mantienen en ellas porque esperan que los sueños que individualmente poseen se hagan realidad en ese escenario.
Cuando es así se prolonga la relación empleado-empresa-satisfacción, el desempeño es el esperado, el vínculo identificación-compromiso se nivela y el famoso ganar-ganar nombrado por Covey es la orden del día. Pero cuando la empresa no es un lugar ideal para que los sueños se siembren y se cosechen, se presentan dos escenarios inevitables.
l primero es la constante rotación de personal, precedida por bajo rendimiento y un ambiente laboral pesado. El segundo tiene que ver con un desempeño promedio, una actitud pasiva y desinteresada por parte del personal que envía un constante mensaje –usualmente ignorado– de resignación, pues suele ocurrir que las necesidades básicas, sociales y económicas se imponen al deseo de alcanzar los sueños con los que originalmente se contaban.
Cuando los sueños desaparecen del inventario colectivo, la empresa se transforma en un organismo con vida vegetativa; en pocas palabras, pierde el alma. Puede contar con una visión, su sueño particular, pero la ausencia de conexión de ese sueño con los que lo hacen posible se iguala a una ruptura del sistema límbico del cuerpo humano con el resto de los órganos, impidiendo con ello ofrecer respuestas ante los estímulos emocionales a los que se le someta, independientemente de que a simple vista el cuerpo posee todas las partes y órganos que necesita para operar.
Las empresas donde los sueños de los empleados han sido frustrados o degradados a un tercer plano (entendiendo que el primer plano corresponde a la visión de la empresa, y el segundo a que la unidad responsable donde trabaja la haya interpretado), son fáciles de reconocer por lo pesado del ambiente, la falta de celeridad en los procesos, el desorden físico y emocional de las áreas donde se labora y los constantes problemas que se presentan en todos los niveles y subniveles que la conforman. Asimismo, se percibe la ausencia de planificación o la falta de seguimiento de los planes, la baja calidad de sus productos y servicios, aun cuando se cuente con las políticas y los mecanismos que se supone deben garantizarla, así como la inequívoca falta de identificación y vínculos emocionales con la empresa. Es simple: la gente trabaja ahí porque no se le ha presentado otra oferta para retirarse y, tal y como ha hecho la organización, ha puesto sus sueños en un peldaño distinto al principal.
Esas empresas actúan en sus mercados como “zombies organizacionales” cuya función básica es la de alimentarse (ofrecer lo que hacen y cobrar por ello) sin ofrecer valor a la sociedad, a su gente e incluso a sí misma.
Sería innecesario describir las empresas donde los empleados consiguen de manera satisfactoria ejercer sus labores y a la vez alcanzar sus sueños, ya sea personales, profesionales o familiares. Sus características saltan a la vista, pues no solo el empleado, pero tanto el cliente como el proveedor sienten un impulso casi sobrenatural de estar relacionados con ella y la exponen como ejemplo y motivo de admiración.
Los sueños de los empleados son variados, pueden ser muy simples o muy elaborados, si bien como empresa no se está obligado a hacerlos realidad, no se pierde nada ofreciendo mecanismos, facilidades, oportunidades y medios que ayuden a los empleados, colaboradores o socios a alcanzarlos. Es sencillo, si el empleado se siente realizado y feliz, trabajará con comodidad y esmero; ello se traducirá en ventas de productos y servicios de alta calidad, lo que a su vez atraerá clientes y mantendrá cautivos a los que se poseen; eso se traduce en ganancias, permanencia y liderazgo para la empresa y todo, todo ello, por servir de medio para alcanzar sueños que, a fin de cuentas, no le ha costado nada a la empresa.
Un dicho popular reza: “soñar no cuesta nada”; y es así, pero cuando dejamos de soñar lo perdemos todo, pues son precisamente los sueños, las expectativas, los que propician las conductas más creativas y emotivas de los seres humanos. Si las empresas no son capaces de entender que deben administrar sabiamente los sueños de quienes la hacen posible, aprovechando el potencial energético que ellos contienen, y que fungirá de verdadero combustible para mantener atento, dispuesto y feliz a los empleados; si las empresas no logran comprender esto continuarán atesorando sistemas, procesos, políticas, edificios y cuanto materialmente les sea posible, pero hagan lo que hagan siempre orbitarán en los mismos males que han aquejado a las organizaciones por más de cien años y que solo unas pocas han logrado superar con éxito. Poseerán todo lo que su cuerpo empresarial necesita para degustar el éxito pero, al ignorar los sueños de sus colaboradores, se habrán condenado a vivir sin alma.
*Félix Socorro es doctor en Ciencias Administrativas, asesor, consultor y autor de varios libros en las áreas de gerencia, talento humano y administración. Es también conferencista internacional y facilitador de cursos y talleres.