martes, 1 de marzo de 2011

Yokoi Kenji Díaz, el japonés que puso de moda Ciudad Bolívar





"El chino del video" se hizo famoso por el discurso que pronunció en un evento de jóvenes emprendedores donde manifestó su amor por Colombia.

Hace tres años y medio, muy lejos de aquí, en Yokohama, este hombre con pinta de extra de película de Jakie Chang, llamaba la atención de los japoneses y alertaba a las autoridades de la isla, por reunir “sospechosamente” a demasiados jóvenes, como resultado de una rara competencia con su socio brasileño, Clayton Uehara, por ver quién “conseguía” más rápido 100 “amigos” en las calles de una ciudad donde, por tradición, nadie roza la soledad de nadie.

Su amigo, con el aire angelical de ‘Kaká’ y con su música carioca, cumpliría primero la meta. Ahí comenzaría todo para Kenji. Fue su primer gran intento por tocar el tema de la amistad y espantar, a su manera, esa sombra fría del suicidio entre los japoneses. Sombra que alcanzó a nublar también sus propios pensamientos.

En Bogotá seguiría recorriendo las calles de su infancia, en San Francisco, Ciudad Bolívar, con una idea fija en su cabeza: mostrarles a jóvenes orientales, y a sus vecinos de barrio, la riqueza de su sector como una gran razón para seguir viviendo, a través de un plan de turismo dirigido, de cursos, conferencias y servicio social dentro de su comunidad en la periferia. Y ya lleva siete años en esto.

Hasta aquí era el “chino” de Ciudad Bolívar, así le dicen en el vecindario. Sin embargo, a finales del año pasado, cuando apareció en un video, hablando en nombre de los jóvenes emprendedores en un evento de reconocimiento de la Cámara Junior Colombiana a su liderazgo, cambia de apodo y se convierte en el “chino del video”, uno de los más vistos por esta época en YouTube.

Un video que comienza con Kenji diciendo: “Mi padre es de una pequeña ciudad llamada Niigata, en Japón, muy conocida por su producción de arroz. Y yo hablo español porque mi mamá es del Tolima. Entonces, tengo arroz por los dos lados, nací predestinado a comer arroz. Tuve el honor de nacer en Colombia, viajé a los 10 años a Japón y estuve hasta los 24 y estando allá descubrí cosas grandes de Colombia...”. Ni su propia mamá, doña Martha Díaz, entiende qué es lo nuevo que hizo su hijo y lo llama desde Yokohama, donde vive con su marido Yokoi Toru, para preguntárselo: “¿¡Oiga, usted qué fue lo que dijo en el video que todo el mundo nos llama!?”. Pero no es nada más que lo mismo que ha hecho durante los últimos siete años, sino que ahora la noticia vuela en este video disparado por los cañones de internet.

Por todo este estrépito es que atravesamos toda la ciudad un sábado y esperamos a las dos de la tarde, en la sala de su pequeño apartamento, muy cerca del Parque El Tunal, a que aparezca. Está atrasado, viene de otra entrevista, esta vez en radio.

Cruza la puerta blanca metálica y automáticamente se quita sus zapatos deportivos y los pone sobre un estante bajo en una columna. Se ve acalorado. Tiene todavía el afán prendido en el gesto de su cara y en su cuerpo menudo tieso como una armadura, hasta que lo saluda su pequeño hijo, Keigo Daniel, de tres años, y su estrés se disuelve en un gran abrazo.

Al fondo se oye un murmullo de un televisor cargado de monos animados que delata la presencia de Kenji David, su otro hijo, el mayor, de nueve años. Aleisy Toro, su esposa paisa, le sirve un vaso de refresco muy amarillo. Por fin se sienta y vuelve y se para como un resorte cuando ve al fotógrafo, se vuelve a poner los zapatos, pero esta vez no los informales que traía, sino unos negros de cuero de amarrar. Al fondo, su amigo Clayton escucha en silencio.

El video es como un virus y eso multiplica su imagen y multiplica sus compromisos. ¿Esa es la ecuación?

Sí, bueno, pero lo del video es una parte de una conferencia de cosas muy interesantes que tiene el japonés, y cosas muy interesantes que tiene el colombiano.

¿Esa conferencia la está dando hace cuánto?

Como siete años. Para nosotros, para mi población en Ciudad Bolívar, es muy normal lo que yo digo.

¿Como interpreta este vitrinazo en internet?

Era la primera vez que subíamos algo a internet. No nos imaginamos que una parte de la conferencia fuera a causar tanto impacto. Parece que hay una necesidad muy grande en el país por esa identidad y ese sentido de pertenencia. Así interpretamos ese boom tan grande, aun fuera del país.

¿De que países lo están llamando para que vaya y les hable?

De Australia, Estados Unidos, Canadá, Noruega y bueno, por supuesto, de Japón.

Está condenado a repetir la conferencia.

Claro, porque, por ejemplo, Clayton –que me acompaña con la música en nuestras conferencias– ya no se ríe de mis chistes, porque está cansado de oírlos. Y yo tengo que decirlos y reírme.

Si tiene que poner un aviso clasificado en el periódico, de lo que hace en Ciudad Bolívar, ¿qué pondría en ese aviso?

Descubrir que somos ricos, afortunados. Que es una población maravillosa, que la mayoría, la gran mayoría, es una población que madruga muchísimo a trabajar, a andar largos trayectos para perseguir un sueño.

¿Ciudad Bolívar entra en su vida por sus abuelos maternos?

Sí, correcto. Yo nací en Bogotá, Ciudad Bolívar. Yo soy de Ciudad Bolívar. Lo que pasa es que crecí en Panamá y en Costa Rica por la empresa en que trabajaba mi padre. Él es ingeniero de la NEC y ahora está con todo el tema satelital. Sin embargo, a los diez años, por el secuestro de un japonés que hubo aquí, sacaron a los funcionarios, y a raíz de eso fue que yo me voy a Japón. Pero en mi infancia siempre hubo muchas marcas de la vida en Ciudad Bolívar. Y marcas muy positivas.

Una de esas marcas.

He ido a muchos centros de diversión en el mundo, pero nada como las canteras con un cartón, y bajar todo sucio lleno de tierra. A las que yo iba ya no están, se comieron gran parte de esa montaña, pero es del Juan José Rondón hacia arriba.

Kenji, ¿por qué equipo de fútbol va?

Por ninguno. ¡Ah!, bueno, me gusta mucho el Once Caldas porque fue a Japón y representó a Colombia, entonces nos llenó de orgullo y nos volvimos del Once. Era como una noticia positiva de Colombia, pero perdimos.

Kenji, ¿qué lo deprime?

Me deprime pensar que voy a pasar por la vida y no haber hecho algo, no de fama sino de legado para mis hijos. Para que ellos continúen con una herencia de principios.

Pero lo está haciendo. ¿Qué le falta?

No, esto no es nada todavía. Esperamos cambios muy grandes. Somos muy optimistas y ese es nuestro punto. Pero en realidad sabemos que el monstruo que enfrentamos, con 32.000 suicidios al año en Japón en 12 años consecutivos, es muy grande y le estamos haciendo cosquillas. Que el monstruo que enfrentamos con la justicia, con la pobreza y la pobreza mental que hay en mi sector, es muy grande.

Hoy ayuda a mucha gente, pero cuando usted necesita ayuda, ¿quién lo hace?

Cuando estaba en Japón y me sentía desesperado, llamaba a Colombia y me decían: “Tranquilo, mijo, cualquier cosa véngase. Aquí donde comemos tres comemos cuatro, esta es su casa”. Eso le daba a uno fuerza para continuar. Yo le debo mucho a Colombia. Los problemas que me agobiaban en Japón eran tontos en comparación con los problemas de mis amigos aquí y, sin embargo, sonreían. Yo decía: “No, éstos son unos duros, quiero ser así”.

¿Qué lo agobiaba en Japón?

Bueno, en Japón uno sufre de depresión. De soledad. Uno lo tiene todo porque es un país muy rico. Y uno está en las estaciones del tren y comienza hasta a hablar solo. Y como nadie habla con nadie, uno comienza a considerar el suicidio.

¿Pensó en suicidarse?

Sí. Hablo con mis amigos mucho de eso. Mis amigos que, aunque son latinos, crecieron en Japón, como Clayton. Les pregunto: “¿Pensaron en algún momento quitarse la vida?”. Y la mayoría me dice que sí. Es raro. No tenemos explicación pero es muy común en Japón.

¿A qué edad pensó en quitarse la vida?

Punto crítico a los 14 años, cuando estaba en un limbo académico, porque no había aprendido muy bien el español, y ahora estaba enfrentando un nuevo idioma, una nueva cultura una nueva escritura, todo. No me veía ningún tipo de futuro.

¿Y simplemente se piensa en la muerte, o hay una elaboración para llegar a eso?

No sé en los otros casos cómo será. En mi caso solo fue una simple consideración que me hacía llorar. Lloraba. Me sentía muy solo. Y comienza uno más que a pensar en el suicidio, a cuestionar la vida: “¿Yo qué estoy haciendo, para qué estoy viviendo, por qué estoy vivo?”. Entonces la conclusión es ¡muérase! No porque uno anhele la muerte sino porque tiene conflictos con la vida.

¡Qué paradoja, sentirse solo entre 130 millones de japoneses!

Bueno, el que visita Japón se da cuenta de por qué. En Japón si usted está en el tren, nadie atiende un teléfono, es prohibido, pero nadie habla con nadie. Hay un silencio, y hay una rutina, se logra escuchar la respiración de las personas y el sonido del tren. Y si uno intenta hablar, interactuar con alguien, es rarísimo. No le van a responder.

¿Y eso por qué?

El respeto al espacio, se dice en Japón. Cada persona tiene un espacio. Alguien se cae y todos se quedan mirando. No porque no les importe, sino porque hay tanto respeto por el espacio del otro que no ayudan a nadie. En Japón no se da el estrechón de mano. Es la venia, solamente.

¿Y qué encuentra aquí?

Uno llega agobiado de todas esas preocupaciones, con los últimos y mejores tenis, con todo lo mejor, y encuentro un pueblo mucho más feliz que yo. Y me aceptaban, a pesar de que yo fui un “pupi” que creció en Ciudad Bolívar, me amaban, decían: “Uy, lléveme a Japón,” y yo pensaba: “No, qué va a ir para allá, a mí me toca estar allá”.

¿Era el “pupi” de Ciudad Bolívar?

Sí, porque yo crecí en Panamá, con el hijo del cónsul, por la empresa de mi papá siempre con lo mejor. Y cuando traía maletas llenas de juguetes a donde mis abuelos, era un show. Toda mi casa se llenaba de niños, para ver. Pero con el tiempo me di cuenta de que esa alegría que ellos manejaban, con un solo patín tirándose de una pendiente, yo no la tenía.

Catorce años en Japón lo hicieron comparar estilos de vida, el de allá con el de acá. Pero, ¿cómo empezó todo?

Con la palabra amistad. Crear amistades. A mí me marcó mucho que mi abuelito, que tenía un almacén aquí en San Francisco de telas y zapatos, se paraba en la puerta –ya falleció, don Jaime Gómez, el paisa– entonces él de repente miraba una persona y le decía: “Juancho! Venga, mijo, venga. ¿Qué está haciendo? Usted es nuevo acá”. Lo que supe luego es que él a todos les decía Juancho para llamarlos, y la persona volteaba a mirar y en ese instante se hacían amigos.

¿Quiere seguir los pasos de su abuelo?

Era un hombre que me marcó porque hacía amistades y era una figura pública. Un líder innato, muy sensible. Por eso yo llego a Japón y me digo que en mi vida voy a comenzar a hacer eso. Y ahí comenzó la locura. Porque como tengo sangre extranjera me perdonan que yo haga locuras. Entonces comencé a abrazarlos.

¿Qué más hizo?

Hicimos campañas de sensibilización como el “día de la sonrisa”. Algunos no sonreían. El “día del saludo” lo aceptaron. El “día del abrazo” no. Tuvimos que vestirnos de muñequitos, de peluches, para que pudieran abrazarnos. Porque el abrazo ya es demasiado íntimo.

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Entra Leysi, su esposa, con una foto de Kenji de niño con todos sus compañeritos de la primaria en Japón. No es más que un punto en un mar de cabecitas todas muy semejantes, como dentro de un sistema integrado. Luego hallaría su diferencia, con su nostalgia y su regreso a Bogotá, su ciudad natal, donde encontraría las verdaderas razones para vivir y ayudar a vivir a colombianos y japoneses.

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¿Qué nos enseñan los japoneses?

Ellos se van con nuestro cariño, amor y afecto. Pero ellos nos tienen que dejar algo. Las mamás de Ciudad Bolívar me decían: “El japonés que dejó en mi casa aprovecha toda la verdura. No deja nunca una luz prendida. Jamás una llave abierta. Se preocupa mucho, y se baña rápido. ¿Por que?”. Es que ellos viven en un país pequeño, no tienen oro, petróleo, esmeraldas, café, flores. No tienen nada y todo lo valoran.

Bueno, vamos para atrás. Su papá, ¿por qué llega a Colombia?

Por NEC. Una empresa muy fuerte aquí en Colombia. Crecí visitando restaurantes japoneses en Bogotá, Panamá y Costa Rica. De repente, tal vez por lo del secuestro y asesinato de un japonés, Colombia no se volvió muy segura y a los diez años nos fuimos a Japón.

Su primera impresión al ver Japón, ¿coincidía con lo que su papa le había contado?

No. El padre japonés casi no habla con sus hijos. No se sienta a decirle “mire, mijo”. Nada de eso. Mi papá nunca me abrazó, porque mi abuelo jamás abrazó a mi papá.

¿Y tampoco le contó lo que era Japón?

No, nada. El papá japonés regaña y punto. Entonces uno crece con un respeto muy grande por el papá. Pero sin diálogo. Hasta el día de hoy, si nos encontramos, yo no sé qué decir, ni él sabe qué decir. Yo vengo en el avión todo el tiempo diciendo: “Lo voy abrazar, lo voy abrazar, lo voy abrazar”. Y cuando lo encuentro entro en un círculo: “Sí, señor, todo bien, todo bien”.

¿Usted qué estudió?

Ciencias religiosas, orientales y cristianismo. Cuatro años y un año de práctica en Brasil.

¿Buen estudiante?

Nunca lo fui. Pero tampoco me iba muy mal.

El que estudia Ciencias religiosas, ¿en qué trabaja?

Misioneros, trabajo social, pastores. Hay los que estudian y le dan inclinación musical, para hacer gospel, tipo Clayton que es pastor pero misionero de Gospel. Y en mi caso mi inclinación fue el trabajo social. Me interesó mucho el tema de humanidades, de ir a hacer misiones en lugares lejanos.

¿Ahí ya había superado las ideas de suicidio?

Sí, pero no la soledad. Ya uno no habla solo, habla con Dios. Pero sigue sintiendo mucha soledad.

¿Es una idea, entonces, que siempre está presente?

Ni un bendito amigo. ¡Era una alegría ver un peruano o un brasileño! Era una alegría porque a los japoneses les dan dos horas para ir a jugar, y cuando faltan cinco minutos se desaparecen. Uno les va a gastar algo y dicen: “Huy, no, no me gaste, mi papá me prohíbe que me gasten”. Porque no es bueno ser carga para nadie. Los novios comienzan un noviazgo y los primeros tres meses cada uno paga lo suyo. Si las cosas no funcionan ni le debo ni me debe. Es una cultura.

¿Es como la epidemia de lo correcto?

Sí. Muy bien dicho. Se maneja muchísimo una cara superficial de que todo tiene que ser perfecto. Hacer la venia. Aquí hablamos y nos gusta hablar de la disciplina japonesa. Allá hablamos en contra de eso. Dejen de ser tan cuadrados. ¿Por qué todo tiene que ser perfecto? ¿Por qué uno no se puede reír duro? ¿Por qué no puedo levantar las manos? ¿Por qué no puedo gritar? ¿Por qué no lo puedo abrazar? Denle espacio al espacio, tiene que lograrlo. Saquemos al japonés de la rutina y metámoslo en esta locura de improvisación latina.

Encontró novia y esposa colombiana en Japón. ¿No le gustan las orientales?

Intenté y no pude.

¿Qué tienen las colombianas que no tienen las japonesas?

Para el latino la japonesa es una belleza exótica. Así que al latino una japonesa bonita le parece lo máximo, y yo lo entiendo. Yo que crecí en Japón, viendo japonesas todos los días, por eso ver una latina era como si se me apareciera la virgen. Entonces todos estábamos esperando a ver quién llegaba de Colombia.

¿Qué tienen las japonesas que no tienen las colombianas?

Una administración impresionante. El japonés llega y la mujer japonesa está de rodillas esperándolo. Cuando mi mamá vio eso dijo: “¿Se arrodillan a esperar al esposo?”. Sí, cuando hay mucha cultura en el hogar, sí. “¿Cultura arrodillarse?”. Y el japonés le entrega todo el salario a la esposa. Mi mamá dijo: “Bueno, así sí me arrodillo”. Porque la mujer japonesa administra el dinero. Y es increíble cómo lo administra.

Su mamá les enseñaba a los japoneses a bailar cumbia. ¿Son buenos?

No, no. Eso son meses enseñándoles a mover la cadera. Meses. Es una terapia. Pero es mucho más fácil que enseñarles a bailar salsa. Ahora tenemos niñas que bailan cumbia fantástico. No han conocido Colombia, pero bailan cumbia. Porque mi mamá tiene la escuelita en Yokohama.

A los 24 años decide volver a Colombia, ¿por qué?

En la Misión Presbiteriana Renovada con que trabajo había recursos para África. No había un recurso que dijera: “Vamos a mandarlo a Colombia”. Y como no lo había decidí entonces trabajar bastante para poder venir. Y lo que me llenó la copa fue una noticia. Nosotros alquilábamos los noticieros de Colombia en Japón, y en uno de esos llego la noticia de un moreno que secuestra una trabajadora social y le pone una cuchara rota en el cuello. Dice que no la suelta y le va a hacer daño si no le dan de comer a sus hijos que tienen hambre. Cuando él dijo eso yo estaba en Japón, teníamos La Esmeralda, una tienda, y nos estaba yendo como bien.

¿Qué vendían?

Papa criolla enlatada, plátano hartón verde. Eso solo lo teníamos nosotros. Mi esposa nunca había hecho empanadas y allá se hacían 60 diarias. Cada una a 6.000 pesos. Una pony malta, una colombiana, $8.000. Y eso cuando había, porque a veces los contenedores se demoraban tres meses en llegar. Era una tienda especialmente para las colonias colombiana, peruana y brasilera. Cobrábamos cuatro dólares por el alquiler de Betty, la fea.

Entonces ve la noticia del hombre amenazando a la mujer. ¿Y qué pasó?

Me tocó mucho, porque nos estaba yendo muy bien, pero mi otra pasión era lo social. Estudié para ser trabajador social y me sentí muy mal. Dije: “¿Yo qué estoy haciendo aquí, sin Colombia, donde se necesita tanta ayuda?”. Desde eso comencé a ayudar, a enviar mercados para los desplazados. Una iglesia local me ayudó. Comenzamos a hacer eso y nos llenamos de alegría. Hasta que al año nos vinimos.

¿Con qué se encontró aquí?

Cuando llegué, dijeron: “¿Qué nos trae, trae comida? ¿No? ¿Nos va a enseñar japonés? No, no, mejor nos vamos allá porque allá si dan”. Entonces me di cuenta de que las donaciones hacen daño también. La gente dice: “Soy pobre, por eso lo merezco todo gratis”. Veo que la pobreza es una consecuencia de una pobreza mental que necesitamos combatir. Y comenzamos a dictar todas estas charlas de capacitación sobre dominio del carácter, un NO rotundo a la violencia, a las dependencias, un NO rotundo a la manipulación, sea de índole religiosa o política. Un NO rotundo a la falta de identidad, a tirar papeles al suelo, a agredir a las personas, todos estos temas son los que estamos trabajando en nuestro sector.

¿Qué es lo que olvidamos los colombianos?

Que la riqueza más grande que tiene Colombia son las personas. Olvidamos que no es el extranjero, sino el que está hace años conmigo, el importante. Que no es el que tiene un título y viene en un buen carro al que debemos tratar bien. Es a mi vecino, a mi prójimo.

¿Y qué olvidan los japoneses?

Que no están solos en el mundo. Que no son los únicos de la tierra, y que no es solo la cultura de Japón la que existe. Que pueden aprender de un extranjero, así no haya tecnología, que pueden aprender de otro país.

¿Qué olvida usted?

Que el público más importante que tengo y que enfrento son mis hijos y mi esposa. Y con todo este agite, los abandono. Necesito acordarme de eso. No se me puede olvidar.

¿Cómo lleva su mensaje de que no somos pobres sin que ofenda o suene a broma para los más pobres de Colombia?

Justo la población que es realmente pobre es la que no se ofende. Veo que hay rechazo en el tema en las personas que tienen, y piensan en el pobre. Pero el que realmente sufre día a día con ese tema del dinero, el salario y todo eso, es un pueblo muy agradecido, muy grato.

¿No lo han malinterpretado eso de decir que NO somos pobres?

Es un tema que no nace de la noche a la mañana, no es solamente una frase bonita. Saben que estamos fuertemente luchando contra la pobreza en nuestro sector. Lo que pasa es que los medios de comunicación utilizan frases que no he dicho. Por ejemplo, salgo en El Tiempo con una frase que nunca dije: “Yokoi Kenji se declara enamorado de la pobreza”. Ese fue el golpe más bajo que he tenido este año. ¿Yo, enamorado de la pobreza?

Cuando trae japoneses a Ciudad Bolívar, para mostrar su riqueza, ¿qué les muestra?

Primero los llevo al norte de la ciudad. Les doy un roce social por los lugares más cotizados de nuestro sector. Les mato esa imagen de que Colombia solo es una montaña donde hay lagos y donde Juan Valdez está por ahí escondido de la guerrilla. Luego los preparo: “Ustedes van a entrar a Ciudad Bolívar. No van a ver pobreza, van a ver un pueblo alegre que persigue con mucha tenacidad sus sueños”. Los preparo para que no sean el turista que dice: “Pobrecitos, yo les envío algo”. No, no, no. Esto dura dos días, este entrenamiento, y ahí los dejo una semana con una familia capacitada que los acoge.

¿Y después de esa semana, qué?

A la semana que voy, parecen otros. Se ríen mucho, abrazan mucho. Hay una afinidad enorme entre ellos y el barrio que los adopta. Hasta la bandita más mala que hay en el barrio, todos dicen: “El japonés, el japonés”. Todos lo cuidan. El japonés sale de aquí y dice: “¿Este es el lugar que decían que es tan peligroso? ¿Y este es el país donde decían que de pronto nos secuestraban?”. Es una cosa lo que dicen, otra cosa es lo que viven.

¿Esos japoneses que trae han tenido tendencia a la depresión, al suicidio?

Uno que otro, pero uno de los que vino tenía cinco intentos de suicidio.

¿Cómo llegó, y cómo se fue?

Llegó tomando medicina. Aquí tenía que tomar medicina. Aunque lo manejamos de una manera muy discreta, nadie se imaginó que era Yoshiyuki, porque era el que más se reía, el que más le sacó el jugo a Colombia. Hoy es como el orgullo de Turismo con Propósito.

¿Cuál es la moraleja?

Que la solución no está en salir del país, es entender que en Japón debemos aprender a ser felices y a contar, a hablar más. El japonés no habla, y si tiene depresión menos. Entonces, lo que aprenden del colombiano es que el colombiano habla cuando le duele cualquier cosa o cuando le gusta o no le gusta algo. El japonés a todo dice sí, sí, sí.

¿Volvería a irse definitivamente para Japón?

¿Definitivamente? No.

¿Su final es japonés o colombiano?

Colombiano. Sí, es que una finca en Japón es carísima.

¿Y quiere tener una finca?

Bueno, soy capitalino. Me gustan los edificios, el sonido y todo. Pero me imagino que cuando ya esté con mis años, quiero como todos, como Juan Gossaín, un árbol con iguanas. ¡Uy, me fascinan las iguanas!

¿Su papá esta orgulloso de usted?

Ahora sí, antes no. Siempre dijo: “Es un tonto, yo siempre tengo que asumir todos los problemas en que ese muchacho se mete”. Pero cuando celebramos el “día especial del amigo”, en Yokohama, y logramos reunir 200 nuevos amigos recogidos en la calle, él se ofreció a pagar la gaseosa colombiana para todos. Ese día les dimos a todos gaseosa gratis. Estaba muy contento. Para mí eso fue el primer abrazo de mi papá. La ultima vez que fui, me dijo: “Bueno, chao”, y me dio una palmada en la cola. Yo casi me pongo a llorar ahí.

***

Aunque parece impasible, su procesión va por dentro. Este hombre de 31 años, que se muere por el karaoke de allá y por las tajadas de plátano maduro de acá, que añora el “udon” –una especie de sopa de espaguetti grueso que se come parado y sorbiendo con unos palillos–, en las estaciones de tren de allá, y que no cambia por nada una taza grande de tinto de acá, este hombre atravesado por dos mundos muy distintos quiere organizar a Colombia, su casa, y ya empezó por el barrio de su infancia.

Jairo Dueñas Villamil | Cromos.com.co

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